Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





viernes, 4 de febrero de 2011

Un día de corraleja

El día que mi papá se murió se había hecho motilar. De eso me di cuenta varios meses después cuando, de paseo en el pueblo donde él vivía, me senté en una silla roja, la única de la peluquería Pegasus. - Ese día, tu papá vino a hacerse motilar, como a las 11. A las 6 me di cuenta del accidente; mi hermana Myriam, que conocía mucho a tu mamá, entró a la peluquería llorando.

Odila decía eso mientras me daba un tijeretazo cuidadoso alrededor de las orejas. Yo tenía quince años y ese día había corraleja. Había quedado con Juan Salvador, un primo segundo, de salir por ahí a tomarnos media de aguardiente antes de las 3 y colarnos, trepando un muro del cementerio, para caer directamente donde desembarcaban los toros.

A las dos me senté en el parque a esperar. Sabía que se iba a demorar porque antes era obvia la visita a Yulieth, una prostituta que le había cogido cariño y se lo daba a cambio de paquetes de pan tajado y mortadelas que Juan Salvador robaba de la nevera. Varias veces lo tuve que esperar mientras salía, haciendo espirales con el dedo en el aire, rascándome la cabeza nerviosamente porque los ruidos se escuchaban desde la calle.

Juan Salvador siempre ha sido más valiente que yo. En la niñez era más flaco y más pequeño, pero era duro y no le tenía miedo a los perros. Se motilaba dejando largas colas que le caían por la nuca, desteñidas y crespas. No importaba el tiempo que hubiéramos pasado sin vernos, nos saludábamos sin mostrar el menor entusiasmo. Cada uno se tomaba el tiempo necesario para estirar la mano, y al final la apretábamos mirando al suelo. Era una amistad de hombres, peligrosa, casi de enemigos.

Nunca me dijo nada por la muerte de mi papá; el hecho fue omitido deliberadamente, tal vez por ese respeto recíproco que nunca me dejó preguntarle quién era el suyo. Los dos andábamos por ahí, por el pueblo, como hombres grandes ya sin papá, desligados de la esperanza, rayas en el aire, tomando aguardiente.

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Parados en la mitad del ruedo, esperamos la salida del toro. Asomaba la cabeza por encima de la puerta. Era manchado como un fila brasilero, del Sinú, asesino. Juan se arrodilló y torció la cabeza mostrando los dientes. Yo me quedé parado con las manos a los lados. Sonaban castañuelas en mi cabeza. El toro corría hacia nosotros. Miré mi camisa, era marca Gamín.

3 comentarios:

Ana María Mesa Villegas dijo...

Qué cosa tan bonita...

Cuando estaba chiquita hicimos varios viajes a Cartagena con los mejores amigos de mis papás que tenían una hija de mi edad, Marcela, que se metía al mar brincando olas sin miedo de nada... yo siempre iba detrás aterrada.

juankvillegas dijo...

Muy bueno

Anónimo dijo...

Esta entrada me puso los pelos de punta. Tengo un nudo en la garganta