Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 8 de febrero de 2011

24 kilómetros por hora


Esta mañana decidí que cerrar la puerta y girar la llave tres veces era un exceso maniático y entonces, por primera vez, en un acto irreflexivo que me hizo perder tres segundos, devolví el tambor de la chapa y dejé las cosas aseguradas con una sola vuelta de llave que me pareció
suficiente y sobre todo, práctica.

Al medio día vi mi almuerzo servido en la primera mesa Rimax de una hilera de 12. Tenía una tarjetica puesta cuidadosamente sobre el arroz con la inicial de mi nombre y mi apellido completo, como en los tiquetes aéreos. Cerca de 50 empleados ocupaban las mesas, formando una algarabía de conversaciones simultáneas, bromas, reclamos, manoteos. Las cocas exhalaban sudor de pollo revuelto con arroz. El vapor de jugo caliente flotaba entre los platos.

El rito diario, al derecho o al revés, es más o menos igual y me deja borracho todas las noches; esa borrachera mística de los actos repetitivos que al final conceden una secuela espiritual: el éxtasis, el cansancio, una especie de iluminación conseguida a punta de disciplina, de clonación de hábitos en apariencia insustanciales.

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El último tramo hasta mi casa es una carretera destapada de 5 kilómetros. Los recorro de ida, entre 5 y 6 de la mañana. Los recorro de vuelta entre 7 y 8 de la noche. Siento que durante el día la barba me ha crecido unos milímetros, que se ha acercado la fecha para podar el pasto y pagar las facturas. Doy la vuelta por un callejón. En la esquina hay un contenedor de basura. Al fondo una colina de escombros. En la mitad de la calle está mi casa. Giro la llave, empujo la puerta y veo que todo está en el mismo lugar, que no ha ocurrido ningún cambio irreparable en mi ausencia. A la izquierda está la cama tendida de afán y los zapatos al lado, como una buena mascota. Miro la hora: 12:05. Otro día completo.