Es encorvado y como trabaja en logística, usa todos los días una camiseta azul con el logo de la empresa y un casco de plástico del mismo color, que se quita con cortesía cuando entra a mi oficina. Ayer, en el almuerzo, me dijeron que casi nunca pasa por las oficinas. Que siempre está en las bodegas, escondido entre las cajas llenando informes a mano.
Rodrigo vende en la empresa los tamales que hace su esposa. A nadie le gustan, entonces cada quincena se devuelve para la casa con el balde casi lleno de tamales, solo mermado en una cantidad mínima que logra venderle al jefe de la oficina jurídica, quien los recibe sin entusiasmo empacados en una bolsa negra. Me los imagino durante muchos días soportando el clima brutal del congelador sin que nadie se los quiera comer, olvidados como niños de esos que se resecan de esperar en las guarderías.
Rodrigo volvió hoy a mi oficina. Dio rodeos alrededor de una idea mientras se rascaba parsimoniosamente la cabeza. Le expliqué dónde podía conseguir los documentos que le hacían falta como soporte de un contrato, y al final se los anoté en una hoja de mi libreta. Salió muy despacio, poniéndose de nuevo el casco azul de plástico, estirando sin ritmo las arrugas de su dotación de vestido.
Si un niño tuviera que clasificar a Rodrigo, fácilmente pensaría que es un árbol. Acabo de revisar su contrato. Termina el 16 de marzo.