Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





jueves, 17 de febrero de 2011

Rodrigo

Ayer entró una persona a mi oficina. Se llama Rodrigo y tiene las orejas peludas. No parecen peludas por razones hormonales; tiene 30 o 35 años y dos regiones definidas de pelo en las orejas: un manojito crespo que brota del oído interno y una isla de cabellos lisos que casi parecen peinados, arriba del lóbulo. Estos últimos son muy largos para estar en las orejas. Parecen puestos ahí por error, tanto, que de no estar simétricamente repartidos a ambos lados de su cabeza uno explicaría el fenómeno como un lunar.

Es encorvado y como trabaja en logística, usa todos los días una camiseta azul con el logo de la empresa y un casco de plástico del mismo color, que se quita con cortesía cuando entra a mi oficina. Ayer, en el almuerzo, me dijeron que casi nunca pasa por las oficinas. Que siempre está en las bodegas, escondido entre las cajas llenando informes a mano.

Rodrigo vende en la empresa los tamales que hace su esposa. A nadie le gustan, entonces cada quincena se devuelve para la casa con el balde casi lleno de tamales, solo mermado en una cantidad mínima que logra venderle al jefe de la oficina jurídica, quien los recibe sin entusiasmo empacados en una bolsa negra. Me los imagino durante muchos días soportando el clima brutal del congelador sin que nadie se los quiera comer, olvidados como niños de esos que se resecan de esperar en las guarderías.

Rodrigo volvió hoy a mi oficina. Dio rodeos alrededor de una idea mientras se rascaba parsimoniosamente la cabeza. Le expliqué dónde podía conseguir los documentos que le hacían falta como soporte de un contrato, y al final se los anoté en una hoja de mi libreta. Salió muy despacio, poniéndose de nuevo el casco azul de plástico, estirando sin ritmo las arrugas de su dotación de vestido.

Si un niño tuviera que clasificar a Rodrigo, fácilmente pensaría que es un árbol. Acabo de revisar su contrato. Termina el 16 de marzo.

martes, 8 de febrero de 2011

24 kilómetros por hora


Esta mañana decidí que cerrar la puerta y girar la llave tres veces era un exceso maniático y entonces, por primera vez, en un acto irreflexivo que me hizo perder tres segundos, devolví el tambor de la chapa y dejé las cosas aseguradas con una sola vuelta de llave que me pareció
suficiente y sobre todo, práctica.

Al medio día vi mi almuerzo servido en la primera mesa Rimax de una hilera de 12. Tenía una tarjetica puesta cuidadosamente sobre el arroz con la inicial de mi nombre y mi apellido completo, como en los tiquetes aéreos. Cerca de 50 empleados ocupaban las mesas, formando una algarabía de conversaciones simultáneas, bromas, reclamos, manoteos. Las cocas exhalaban sudor de pollo revuelto con arroz. El vapor de jugo caliente flotaba entre los platos.

El rito diario, al derecho o al revés, es más o menos igual y me deja borracho todas las noches; esa borrachera mística de los actos repetitivos que al final conceden una secuela espiritual: el éxtasis, el cansancio, una especie de iluminación conseguida a punta de disciplina, de clonación de hábitos en apariencia insustanciales.

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El último tramo hasta mi casa es una carretera destapada de 5 kilómetros. Los recorro de ida, entre 5 y 6 de la mañana. Los recorro de vuelta entre 7 y 8 de la noche. Siento que durante el día la barba me ha crecido unos milímetros, que se ha acercado la fecha para podar el pasto y pagar las facturas. Doy la vuelta por un callejón. En la esquina hay un contenedor de basura. Al fondo una colina de escombros. En la mitad de la calle está mi casa. Giro la llave, empujo la puerta y veo que todo está en el mismo lugar, que no ha ocurrido ningún cambio irreparable en mi ausencia. A la izquierda está la cama tendida de afán y los zapatos al lado, como una buena mascota. Miro la hora: 12:05. Otro día completo.

viernes, 4 de febrero de 2011

Un día de corraleja

El día que mi papá se murió se había hecho motilar. De eso me di cuenta varios meses después cuando, de paseo en el pueblo donde él vivía, me senté en una silla roja, la única de la peluquería Pegasus. - Ese día, tu papá vino a hacerse motilar, como a las 11. A las 6 me di cuenta del accidente; mi hermana Myriam, que conocía mucho a tu mamá, entró a la peluquería llorando.

Odila decía eso mientras me daba un tijeretazo cuidadoso alrededor de las orejas. Yo tenía quince años y ese día había corraleja. Había quedado con Juan Salvador, un primo segundo, de salir por ahí a tomarnos media de aguardiente antes de las 3 y colarnos, trepando un muro del cementerio, para caer directamente donde desembarcaban los toros.

A las dos me senté en el parque a esperar. Sabía que se iba a demorar porque antes era obvia la visita a Yulieth, una prostituta que le había cogido cariño y se lo daba a cambio de paquetes de pan tajado y mortadelas que Juan Salvador robaba de la nevera. Varias veces lo tuve que esperar mientras salía, haciendo espirales con el dedo en el aire, rascándome la cabeza nerviosamente porque los ruidos se escuchaban desde la calle.

Juan Salvador siempre ha sido más valiente que yo. En la niñez era más flaco y más pequeño, pero era duro y no le tenía miedo a los perros. Se motilaba dejando largas colas que le caían por la nuca, desteñidas y crespas. No importaba el tiempo que hubiéramos pasado sin vernos, nos saludábamos sin mostrar el menor entusiasmo. Cada uno se tomaba el tiempo necesario para estirar la mano, y al final la apretábamos mirando al suelo. Era una amistad de hombres, peligrosa, casi de enemigos.

Nunca me dijo nada por la muerte de mi papá; el hecho fue omitido deliberadamente, tal vez por ese respeto recíproco que nunca me dejó preguntarle quién era el suyo. Los dos andábamos por ahí, por el pueblo, como hombres grandes ya sin papá, desligados de la esperanza, rayas en el aire, tomando aguardiente.

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Parados en la mitad del ruedo, esperamos la salida del toro. Asomaba la cabeza por encima de la puerta. Era manchado como un fila brasilero, del Sinú, asesino. Juan se arrodilló y torció la cabeza mostrando los dientes. Yo me quedé parado con las manos a los lados. Sonaban castañuelas en mi cabeza. El toro corría hacia nosotros. Miré mi camisa, era marca Gamín.