Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





domingo, 17 de octubre de 2010

Bailar con Eduardo Granada

En 1.992, existía una variedad de opciones para recrearse los jueves por la tarde. Por un par de horas, las clases de matemáticas y biología daban espacio a la "Actividad", una clase en la que cada profesor exponía sus talentos extracurriculares y ponía su versatilidad al servicio de nosotros, los niños de 9 años. Era una buena ocasión para aprender cosas útiles que habrían de servirnos cuando por fin nos convirtiéramos en los hombres del futuro: hacer nudos de corbata, instalaciones eléctricas y de plomería, tocar guitarra. Las suturas, los primeros auxilios y la pintura estaban reservadas para los más afortunados. Niños de 9 años con buena suerte.

Un profesor negro, de bigote y sudadera roja llegó tapándose la cabeza, renuente a emparamarse en uno de esos días helados, medievales, que cubren de blanco el centro y alimentan el musgo de las grietas de la catedral. Era Horacio, el profesor de danza, la actividad más aborrecida por nosotros, los niños de nueve años, que invocábamos para justificar el desprecio por el movimiento una razón principal: estudiábamos en un colegio masculino y teníamos que bailar con otros niños, y otras razones accesorias: bailábamos porro, joropo, paseo; teníamos que fingir levantar una falda jalando los bordes del uniforme de educación física mientras otros niños se divertían jugando fútbol, en el patio, dirigidos por un profesor que no se ponía sudaderas rojas.

Lo usual era bailar con Eduardo Granada. Él era otro niño de 9 años, pero estaba loco y no tenía, como yo, la noción de lugar equivocado, porque no me cabe duda de que para él, el mundo, era ya un lugar equivocado.

El grupo de 15 lo conformaban niños gordos, Eduardo Granada, Víctor, que tenía un síndrome, y yo.

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Hoy cuando me desperté me quedé mirando la pared blanca, buscando un consuelo ambiguo en el vacío. Pensé en lo que tengo que hacer la próxima semana y tuve la sensación de estar bailando con Eduardo Granada. Tuve la sensación de estar, indefinidamente, en el lugar equivocado.

11 comentarios:

JuanDavidVelez dijo...

Le quedo muy bacana juanito. "la actividad".

Jorge dijo...

Había también una actividad que se llamaba Infancia Misionera. Esa era muy cotizada; seguramente en esa época la palabra "misionera" era pronunciada en un contexto que daba cierta categoría. Además a cada niño le ponían una pañoleta amarilla y blanca.

Miguel Rivas dijo...

Levanto con los dedos las puntas de mi pollera imaginaria y me inclino para agraderle la risa que me hizo dar.

Ángela Cuartas dijo...

En mi colegio femenino tenían una obsesión por prepararnos "integralmente" en las artes escénicas: desde la preparación y confección del vestuario, pasando por el diseño y elaboración de la escenografía, hasta las arduas horas de ensayo lideradas por una negra chocoana con espíritu nazi que también se ponía sudaderas brillantes. Una vez, para una obra, fui guionista-directora-encargada del casting-luminotécnica. De todo eso no me quedó sino la risa y cierto aire de (falsa) suficiencia frente a cualquier público de más de veinte personas (si son menos, me desmayo de los nervios).
Yo no me imaginé que en los colegios masculinos también los pusieran a cambiarse el sexo por temporadas, qué risa. A mí sólo una vez me tocó hacer de hombre. Lo malo es que no fue en la presentación de mapalé, cumbia o bambuco, no, ella decidió que yo iba a ser hombre en la de jarabe tapatio. No sufrí como vos, estoy segura, porque ponerse bigote y traje de mariachi para zapatear como posesa por algún motivo no es tan humillante como la imitación masculina de la falda. No creo que haya, de todos modos, baile en el que el hombre se vea más chistoso, especialmente cuando hacen esos salticos con las piernas estiradas.

Jorge dijo...

El jarabe tapatío debería ser considerada la canción más chistosa del mundo, sobre todo bailada por niñas de colegio con bigote, traje de mariachi y pasitos endemoniados por el ají.

En tu comentario cabe aclarar una cosa, Ángela. Yo no era el que me cogía el uniforme como una falda, esa parte le gustaba más a Eduardo Granada que daba vueltas a mi alrededor, estirándose hasta el límite la sudadera. Yo sólo seguía las vueltas que él daba a mi alrededor y lo saludaba sonriente con un sombrero imaginario. Sólo un día, emocionado por el ambiente tropical grité "Saboooor!". Horacio me dijo que esa era la actitud, me puso de ejemplo.

Susana dijo...

Ay no, cono ese "¡saboooor!" se me salieron las lágrimas de la risa.

Muy bueno el post.

Jorge dijo...

El problema mío, uno de los más grandes, es que tengo una incoherencia entre el fenotipo y el genotipo, es una especie de enfermedad. "Ese saboooor" va muy bien con mi fenotipo, la gente me imagina como un negrito sabrosón, pero en mi genotipo se desvirtúa cualquier sospecha de agilidad tropical.

JuanDavidVelez dijo...

Hey juanito, después de la entrada de la cliente que estaba envuelta en su toalla después de un baño completo, no has vuelto a escribir nada así como gerencial, no has vuelto a escribir ningún texto que nos ilumine a los emprendedores que seguimos semana a semana tus textos.

Deberías hacer otra entrada gerencial como esa, tenes que pensar en que tu blog es seguido por algunos ejecutivos que nos gusta este cuento de las letras y las artes.

De antemano gracias juanito. Favor contar historias de cuentas de cobros y cotizaciones.

Susana dijo...

Juandaví, cuál historia de un cliente en toalla??

JuanDavidVelez dijo...

Lalu: go fish!

Susana dijo...

Verdad!