Por mucho tiempo descarté el éxito. Me parecía un objetivo trillado, el más recurrente de todos. Cuando estaba en el colegio empecé a notar que de la universidad mandaban notas de felicitación por el desempeño destacado de estudiantes graduados 3, 4 o 5 años atrás. Recuerdo en especial a Mauricio Orozco, que había sacado 387 en el ICFES y era el ejemplo de aspirante a científico joven, aconductado, sereno. Con la plata de las monitorías que daba en la universidad se había comprado un Sprint verde oliva bien tenido, ajustado y sin rayones en el que llevaba indistintamente a la novia o a la mamá de paseo, protegido en su integridad académica por una calcomanía de la Universidad Nacional pegada al parabrisas trasero. A veces lo busco en google; veo que ha escrito numerosos artículos sobre terremotos, volcanes y movimientos de las placas tectónicas. En la primera página de uno de esos artículos (al parecer una tesis de maestría) agradece sentidamente al colegio y a los profesores de física a quienes cita con nombres propios, a continuación de su familia.
No me llamaba la atención el éxito por esas circunstancias de perfección, casi papales que lo envuelven. Además por un asunto de imagen, por una aspiración vanidosa de genio incomprendido que da la impresión de tenerlo todo para triunfar pero no le da la gana. Por un asunto de estilo, de ese que se pierde en las cosas evidentes, en los carros nuevos, los créditos cumplidos y las tejas limpias de musgo, objetos vacíos y recordatorios de la importancia de infligirse intencionalmente algún tipo de desconsuelo como única forma de contrarrestar esa alegría tonta e irreflexiva que produce un futuro asegurado.
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Estoy sentado en una silla de dos partes entapetadas -un espaldar y un sentadero- unidas por una especie de acordeón de acrílico que se dobla cada que me desplazo sobre los rodachines. Me acomodo constantemente casi inconsciente del zumbido del ventilador cuyas aspas giran a lo largo del día proyectando en el aire sus revoluciones disparejas.
En una hoja tengo escritas las cuentas de los intereses de un crédito y apuntes sobre lo que debía hacer en una audiencia de conciliación hace dos semanas. Está rayada de arriba a abajo con la solución a múltiples posibilidades; ¿Qué hacer si no asiste la convocada?, ¿Qué hacer con el acta si hay acuerdo?, ¿Qué hacer si el juez no acepta la conciliación aprobada por el procurador?
Al otro lado de la mesa, diagonal al botón de inicio, hay un pocillo con el logo de la empresa marcado en letras azules con el nombre Rafael L, despedido seguramente para abrirme lugar, bagazo de una reestructuración, viendo partidos de fútbol en la cama, renegando porque se le enfrió el chocolate que la esposa le dejó en la mesa de noche antes de salir a trabajar.
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Recuerdo esa especie de propósito, esa antítesis de la iluminación que me tomó por sorpresa en la fila del colegio cuando escuchaba noticias sobre Mauricio Orozco, una valentía temporal, la determinación vitalicia por el fracaso.
Reviso mis tareas pendientes. Ninguna de ellas exige un verdadero esfuerzo intelectual ni una aplicación decidida. Voy a salir a las seis de la oficina a la puerta, y a las seis y cinco de la puerta a las avenidas. Voy a abrir la ventana del carro y voy a sacar un brazo. Un muchacho se va a acercar a limpiar el parabrisas y sin quitar la mirada de un punto fijo, le voy a decir que no con la cabeza; después, casi inmediatamente, me voy a arrepentir y le voy a decir Ah, bueno, sí.
Tal vez, incluso, lo haga con estilo.