Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo
sábado, 23 de octubre de 2010
Una equis roja
La casa tenía 4 pisos. La cocina estaba en la parte más baja. Allí estaba la nevera cerrada con un candado del tamaño de una moneda, que me separaba de la saciedad de estómago y de la tranquilidad mental. Una equis roja imaginaria se interponía entre los alimentos refrigerados y un estómago vacío. Me imaginaba los huevos enteros, les calculaba las calorías que me aportarían, su valor proteínico. Fantaseaba comiéndome una lechuga entera a mordiscos, olía la leche através de la puerta metálica. Recordaba mejor mi último sánduche que mi primer día de escuela.
Subía de nuevo hasta mi habitación en el cuarto piso y me castigaba mentalmente por las calorías gastadas subiendo y bajando para comprobar que el candado seguía allí, impidiendo mi acceso libre a la primera comida del día, a las 9 de la noche.
Había calculado mal la tasa de cambio y me gasté el presupuesto de un mes en una semana y media. El plan de estudios incluía el alojamiento y dos comidas diarias (desayuno y cena), excepto los domingos, que el dueño de la casa no estaba obligado a cocinar.
Este era mi primer domingo, de tres, sin comer. Un hambre fastidiosa, censurable, de un adolescente desmedido no facultado para lamentar su desgracia.
A esto se sumaba una tacha, una equis roja imaginaria que vería todos los mediodías siguientes, durante 18 días, mientras los demás almorzaban, sentados alrededor de sombrillitas puestas en las calles y en las aceras con ocasión del verano, que empezaba.
Una actividad tan usual (almorzar) elevada al rango de fantasía inalcanzable. Un pedazo de levadura, harina y agua: un tesoro. 3 libras esterlinas que me había gastado en un paquete de máquinas de afeitar de última generación serían ahora un pescado frito, 6 chocolatinas, 3 pasteles de pollo: el remordimiento.
Me daba miedo tener que enfrentar algún agravio con ese nivel calórico. Esa equis roja, la equis del mal, de la desnutrición, se veía borrosa por el hambre. Me imaginaba el almuerzo en la casa de mi abuela. Un señor pidiendo otra en un puesto de empanadas y dando a cambio unas monedas insignificantes. Las familias enteras en Frisby eructando su sobrepeso.
Me quedé dormido en un parque, mamando calorías imaginarias de un sueño reconfortante en el que se casaban dos adolescentes y todos comíamos pastel. Los bebés atrapaban insectos en el prado y formaban bolitas que desperdiciaban jugando.
En el fondo del hambre, en un bar de la esquina, Boy George cantaba Do you really want to hurt me.
miércoles, 20 de octubre de 2010
LA CRUZADA SOCIAL
La luz entró por las persianas y empezó un juego de porcentajes: el día podía ser bueno o malo. No recordaba bien a cuál categoría habían pertenecido los días anteriores. Estos se habían dado exactamente de acuerdo a lo planeado, días corrientes, emotivos en medida tal que no generaban un impacto diferente a la sensación de apagar un cigarrillo en un charco.
Recordé lo que tenía que hacer por la tarde
TARDE
Desde la ventana veo las imágenes en hicopor de José y María, coloreadas y con la cuna dispuesta para el nacimiento de Jesús el próximo 24 de diciembre. De la cuna cuelgan chilindrines de papel metálico que ondean con pereza y se han despedazado gradualmente desde el último diciembre.
Ese pesebre, en el que José amenaza a María con un bastón de palo, es la puerta oriental de la Comuna San José, que veo desde la ventana, hoy a las 4:18 p.m, abandonado en la mitad de una clase de legislación laboral, en la Cruzada Social, una obra de amor, entidad sin ánimo de lucro.
Todos en el salón se parecen a un animal. Hay un grupo que habla sobre "el cuello que cae", un concepto de la modistería que Yulieth explica con buena mímica. Hay una saturación profunda, como si todas las conversaciones revueltas hubieran invocado el espíritu de un muerto por accidente. Paola y Jeniffer me miran, dicen algo y ríen y no sé si les gusto o si se me salió un pedazo de calzoncillo por encima de la correa. Steven sabe que no se puede burlar mucho porque al fin y al cabo él estudia secretariado y, en la balanza, saldría perdiendo frente al hecho inocente de ser mal profesor.
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Al final del día todos volvimos a lo mismo. Al cero inicial en el que nada había pasado y no era evidente la dificultad para interpretar, como un buen actor, lo que todos hacen bien de nacimiento.
domingo, 17 de octubre de 2010
Bailar con Eduardo Granada
Un profesor negro, de bigote y sudadera roja llegó tapándose la cabeza, renuente a emparamarse en uno de esos días helados, medievales, que cubren de blanco el centro y alimentan el musgo de las grietas de la catedral. Era Horacio, el profesor de danza, la actividad más aborrecida por nosotros, los niños de nueve años, que invocábamos para justificar el desprecio por el movimiento una razón principal: estudiábamos en un colegio masculino y teníamos que bailar con otros niños, y otras razones accesorias: bailábamos porro, joropo, paseo; teníamos que fingir levantar una falda jalando los bordes del uniforme de educación física mientras otros niños se divertían jugando fútbol, en el patio, dirigidos por un profesor que no se ponía sudaderas rojas.
Lo usual era bailar con Eduardo Granada. Él era otro niño de 9 años, pero estaba loco y no tenía, como yo, la noción de lugar equivocado, porque no me cabe duda de que para él, el mundo, era ya un lugar equivocado.
El grupo de 15 lo conformaban niños gordos, Eduardo Granada, Víctor, que tenía un síndrome, y yo.
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Hoy cuando me desperté me quedé mirando la pared blanca, buscando un consuelo ambiguo en el vacío. Pensé en lo que tengo que hacer la próxima semana y tuve la sensación de estar bailando con Eduardo Granada. Tuve la sensación de estar, indefinidamente, en el lugar equivocado.
martes, 12 de octubre de 2010
Vuelo 4641
Esa señora con los nervios en su lugar, tan acostumbrada a viajar, como era evidente, arreglándoselas para estar bien atendida sin necesidad de vestirse bien, fue mi primera impresión del viaje. Era peruana como pude comprobar en la fila de inmigración. La miré bien. Juan Martín tiene razón: es difícil imaginarse a una peruana culiando.
A mi lado iba una pareja de ancianos desnutridos. Para ser aves solo les faltaba piar; ya tenían las garras y la comida procesada entre el pico y la garganta. No eran malos como aves de rapiña, sino amarillos como pájaros enfermos, aquejados por un mal espiritual, con el cuero débil y coloreado por una ictericia uniforme, alcohólicos.
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En el piso 4 de un edificio, vive una colombiana. Es de las que explica bien cómo es el lugar; expone sus diferencias con Colombia, las pequeñas grandezas locales: Aquí la gente no puede ir a rumbiar de bluyín. No los dejan entrar. A veces también he visto que devuelven gordos. No los dejan pasar de la puerta. Aquí son muy estrictos con la rumba.
Expuestas las condiciones de las fiestas en Buenos Aires, decidimos quedarnos en la casa. Nos tomamos 8 litros de cerveza. Luisa se quedó dormida de nuevo sobre el hombro de Juan Martín. Dijimos algo sobre la muerte, no fuimos muy lejos.