Hace meses estoy pensando en la posibilidad de retirarme y montar un negocio. Una revueltería, una papelería, una librería, un restaurante, una casa de cambio, una ferretería, la tienda de Don Jorge, un almacén de repuestos, un billar, un estanquillo, una carnicería, una panadería, lo que sea. Un lugar en el que pueda reinar mi forma de hacer las cosas y en el que si me da la gana de darle diez días de descanso a un empleado porque se le murió un tío abuelo o un primo segundo, lo pueda hacer sin llenar un formato actualizado a la última versión. Un FO-127-PA-07. "Lléneme este formato y le doy el permiso". "Yo sé que está muy triste pero son protocolos, usted sabe que hay que cumplir con estas cosas". Un lugar en el que pueda no cobrarle la cuenta a alguien que me cae bien. Un lugar en el que pueda encimar cuatro mandarinas o decirle a alguien que si tiene muchas ganas de poner problema lo ponga en otra parte. Un lugar en el que esté prohibida cualquier relación entre el costo y el beneficio y en el que prime siempre el capricho de hacer las cosas porque sí, porque así me hizo Dios, yo qué hago pues si me gustan unas cosas y otras no y entre las que no me gustan por lo general están las baratas, las feas, y a las que se les nota que les hicieron cálculos de eficiencia.
Mi principal motivación es la vergüenza que me daría que a los siete años mi hijo venga a visitarme en mi oficina. Qué pena no poder salir faltando 15 porque qué dirá la procuraduría, no poder explicarle con el ejemplo que la belleza es posiblemente lo único que vale la pena en la vida. Qué vergüenza que vea el correo electrónico en el que la Jefe de Talento Humano les pide a los empleados que reporten las licencias por luto dentro de los cinco primeros días hábiles del mes anteriores a la ocurrencia del hecho.
Lo que quiero es que cuando sea adulto me recuerde sentado en una banca en mi negocio, sonriendo mientras regalo mandarinas.