El Doctor Calle
Era febrero del año 2000 y estaba saliendo de una larga etapa de peleas, motos, trasnocho y malos manejos. Casi ya en el culmen de una minuciosa y disciplinada carrera hacia el fracaso, con la determinación a medias entre vagar por el mundo por lo que me quedaba de vida o tomar un camino que honrara a los demás mientras me deshonraba a mí mismo, me inscribí para estudiar Derecho en la Universidad de Caldas. Conseguí novia, hacia visita de novios, iba a conciertos de música clásica y desdecía de lo que verdaderamente era con cada cosa que hacía.
Toda esa situación me ponía muy triste. En general fui un mal estudiante con pequeños destellos de suerte y pequeñísimos destellos de talento. Sin embargo, a pesar de mi bajo desempeño, parecía un rehabilitado que hubiera logrado encaminarse hacia el ejercicio honroso de una profesión, rescatado del camino deliberado del error y la mediocridad por el que había optado como fuente de felicidad y sentido de la vida.
En esos vaivenes estaba cuando leí un cuento de Paul Bowles en la revista de la Universidad de Antioquia mientras, recostado en un muro de la universidad, esperaba a que al tedio de las dos de la tarde se uniera el tedio de tener que soportar dos horas continuas de clase de ética profesional. Era tan soso el magistrado que la dictaba que el zumbido de una mosca se imponía dramáticamente sobre su voz, arrullándonos, sirviendo de música a su cantaleta leve sobre la conducta y los valores del jurista.
El cuento se llamaba Un episodio distante. Esa tarde pasé por una librería cercana a la facultad y pregunté si tenían algún libro de Paul Bowles. Afuera, en una silla, con un café sobre la mesa, estaba a quien identificaba como el Doctor Calle. Sabía que era profesor de Derecho Penal por referencias de estudiantes que cursaban el segundo año. En Libélula no había ningún libro de Paul Bowles. -Venga, me dijo. - ¿Le gusta Paul Bowles?
Al día siguiente, cuando pasaba de nuevo por la Avenida Santander a la altura de Libélula me llamó y me dijo que me había traído el libro. Era un ejemplar de El cielo protector que podría haber estado durante décadas en su biblioteca sin deteriorarse. La tapa dura estaba envuelta cuidadosamente en papel de panadería, dejando traslucir hacia los objetos de su propiedad la misma pulcritud de sus modales.
Después de eso podemos habernos encontrado cuatro o cinco veces. Nunca fuimos amigos pero siempre tuve la sensación de que nos identificábamos como buenos desconocidos, esa situación pulcra en la que difícilmente pueden encontrarse dos personas que encuentran rasgos de empatía en quien no se esfuerzan por conocer. La última vez que nos vimos fue en junio pasado en el Puente Aéreo de Bogotá cuando llegaba de Chile con mi esposa a pasar vacaciones con nuestras familias y él, a su vez, se encontraba con su esposa en la sala de espera. Haciendo un pequeño alto en su extrema prudencia me dijo que estaba un poco enfermo. Nos saludamos en Bogotá y nos despedimos en Manizales. Ayer murió. Fue posiblemente uno de los desconocidos a quien más me habría gustado conocer.