El domingo por la tarde estaba desempacando las bolsas del mercado cuando llegó mi esposa corriendo hasta la cocina con los ojos encharcados y con la misma expresión que vi en la cara de los amigos de mi papá que llegaron a la casa con mi mamá, hace veinte años, a decirnos que mi papá se había acabado de morir en un accidente de tránsito. Me recorrió el mismo frío, se estableció en mí el mismo espanto, esa misma sensación de no tener control, de no saber qué hacer, de no tener claro el porvenir sin una figura tan esencial, sin algo que uno piensa que el destino va a mantener intacto, algo que debería ser inmune a la muerte como todo lo querido.
¿Quién sería ahora? ¿Por qué otra vez ese martillo mortal?
Los atardeceres de Antofagasta son particularmente profundos. A las ocho, el cielo empieza a ponerse de ese color entre anaranjado y rosado de los cocteles que venden en las cadenas hoteleras de Cartagena y San Andrés. Por las ventanas del apartamento donde vivimos el sol entra en casi todas las direcciones y puede verse el mar pegado del cielo, de las nubes, poblado de barcos que vienen llenos de electrodomésticos y se van llenos de cobre de este puerto desértico al que miles de personas han venido a buscar fortuna entre las monedas que dejan las cuentas grandes de la minería.
Entre esas cosas que uno escucha como bostezos de gigantes en los momentos de crisis, entendí que no albergaba una mala noticia y que la expresión era de una alegría tan inmensa como es inmensa la tristeza cuando uno se entera de la muerte de alguien que quiere. El sol le iluminaba la cara.
El domingo me di cuenta de que creamos un amigo para siempre.