En noveno empecé a ver que metían perico en el salón. Sobre todo Parrita, Ríos y Cerebro, que eran como uno solo y que salían al descanso desafiándonos a todos. A veces escogían a uno y le pegaban. Yo había estado de buenas o simplemente no me habían visto. Hasta que me vieron y mi vida empezó a complicarse un poco. O más que un poco, porque cada reacción mal calculada podía resultar en una trompada, en una puñalada o hasta en un tiro, decían.
Cada uno de ellos tenía un papá. Matones a mayor
escala que llegaban a las reuniones de padres con jeans de marca, bigotes ostentosos, incómodamente seguros de sí
mismos. Tipos duros, llenos de calle, paterfamilias de barrio popular que no
ocultaban un cierto orgullo al ver a sus gallitos de pelea retando todo el
tiempo, fastidiando, insultando. Mi papá era diferente. Yo me esforzaba en
creer que era duro también y solo ahora, a mis 33 años, entiendo la magnitud de
su dureza. En su niñez vendía zapallos,
molía caña en el trapiche, recogía algodón, araba la tierra. Seguramente el
papá de Parrita también era campesino, pero un campesino malo, resentido. Se le
veía el odio en esos ojos pequeños de matoncito, en su fisionomía chupada y en
una cortesía que parecía tratar de esconder a toda costa que maltrataba a su
familia y que tenía el alma como una servilleta sucia.
¿Y mi papá? Éramos
como dos amigos serios y distantes. Como era un papá clásico de pañuelo y
camisa de manga corta, era medido en su cariño. No me saludaba ni se despedía
de beso, ni me pedía el favor. –Negro, embolame estos zapatos, Luisa, Mariana,
traigan los zapatos del colegio que Jorge se los embola. –Negro, madruguemos a
jugar fútbol al Bosque Popular. –Ah, pero veamos primero el partido del Parma.
–Mañana deberías levantarte temprano a lavar el carro. – Ayudame a subir estos
plátanos. – Te traje la camiseta del Sao Paulo. – Juguemos al que tire la
pelota más cerca del techo sin tocarlo. – ¿Te está alcanzando la plata semanal?
A mí de todas formas me parecía que esa era una
medida justa para el cariño entre un papá y un hijo. Compartíamos el gusto por
el fútbol y me gustaba que aunque disfrutaba auténticamente los partidos, solo
celebraba los goles con una risa que reflejaba que su alma no era como esa
servilleta sucia del papá de Parrita. Me gustaba su forma de ser duro. Callándose por largos períodos, siendo amable con las señoras, recogiendo gente por la carretera.
Cuando se murió, los días empezaron a transcurrir en una especie de
cámara lenta que casi me permitía escuchar la radiación cósmica de fondo. Confundía
los días con meses, los meses con días, las horas con segundos y los segundos
con siglos. El tiempo perdió esa facultad de medir la vida y se convirtió en un
factor aislado, en una cifra que transcurría intentando llamar mi atención sin
lograrlo. La porción de oscuridad que ensombrece la vida por intervalos se
convirtió en una nube casi permanente. Odiaba las mañanas y las tardes, los
vallenatos, el rock, las teticas de Valentina Arias, el fútbol, el amor y la
belleza.
La tristeza habitó en mi casa a partir de entonces.
A veces dormíamos todos juntos, amontonados en colchonetas en la pieza de mi
mamá. Me despertaba en la madrugada y en medio de unos sollozos que nunca supe
si eran de mi mamá, de Mariana o de Luisa, pensaba en dónde iría mi papá. En
todo lo que le había costado adaptarse a la vida, para ahora tener que adaptarse
a la muerte. ¿Habría conseguido amigos? ¿Los muertos jugarían fútbol?
Estar frente a la muerte, ver que no era una ilusión
sino algo concreto como una piedra, como un tarro, desvaneció el miedo que les
tenía a Ríos, a Cerebro y a Parrita. Empecé a verlos como tres perros flacos
que buscaban carroña en las carnicerías. Supe que estaba dispuesto a morir en
una pelea, que mi papá me había mostrado una ruta, que morirse era fácil e
instantáneo, que el velorio duraba cuatro horas y el entierro una hora y media
y que después de la despedida uno quedaba dormido para siempre bajo tres metros
de tierra, como una piedra, como un tarro del que no se podían vengar.
Primero le enterré un lapicero a Ríos en el estómago. Después, un viernes que ya estábamos bajando las escaleras para irnos para la casa, lo agarré a patadas. Sin motivo, sin límite. Le pegué muchas patadas, muchas, muchas. Él me decía que me iba a sacar un litro de moresco y yo le seguía pegando. Hasta amansarlo, hasta matarlo, pensaba. Hasta sacarle la bondad que debía tener en alguna parte.