Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 30 de septiembre de 2015

La frontera

Dormí en Cúcuta y al otro día llegué a un edificio estatal en Villa del Rosario. Una de esas construcciones color blanco hueso que bien pueden ser un hospital, una escuela o una alcaldía. Un hogar de paso de Bienestar Familiar, las oficinas de la SIJIN, un cuartel de la policía o la facultad de trabajo social de una universidad en Montería.

Este es un centro de atención fronteriza, el “CENAF”, donde se estampan los permisos de los extranjeros que entran por tierra a Colombia, se reciben los deportados, se inspecciona la mercancía. En la parte más alta del techo ondea una bandera colombiana rasgada y con los colores mal distribuidos. Las franjas de amarillo, azul y rojo son iguales y en lugar de nuestro pomposo escudo, un gato duerme por ratos, se cuelga de la bandera, la rasga. Juega con lo que para él no es más que un trapo sucio.

Tuve la sensación de estar en un campo de refugiados después de una guerra. Miles de personas cruzaron la frontera. Estaban sucios, muchos lloraban. Había carpas de varias entidades del Gobierno y de organizaciones internacionales. Montones de muchachos tratando de poner la tragedia humana en cifras. Censando, parametrizando, mandando informes a Bogotá, a su ministro, a su director.

Así son las tragedias: el sufrimiento humano en una gráfica. Datos, estadísticas, informes, circulares, registros. Y afuera de las carpas un señor de unos 45 años, con un morral lleno de ropa y una barra de jabón que se alcanza a ver  por una luz de la cremallera. Saca un diploma de una carpeta y me dice Yo soy mecánico del SENA, necesito trabajo.  Me dice que salió de Venezuela porque la Guardia Venezolana ya había golpeado y encarcelado a varios vecinos colombianos. Que tuvo que dejar la herramienta y un compresor. Que en la maleta solo tiene la ropa y una llave inglesa. Que no tiene a nadie en Colombia, que no tiene papá, mamá ni hijos y que es divorciado.  Que necesita trabajo.

Y después dos amigas. Me dicen que vivían en la misma cuadra en San Cristóbal. Ella planchaba ropa – dice la más joven y yo tenía un puesto de jugo de naranja. Las deportaron. Me dicen que no tienen dónde quedarse, que no tienen trabajo, que no tienen ropa. Recuerdo que el día antes, en el puente, estaban dos oficiales de la Guardia Venezolana. Malparidos. Una llora y la otra le dice No, amiga, no se ponga así que tenemos que volver a arrancar. No se ponga así que usted es berraquita.

Los albergues son la concentración de la miseria humana en 2.000 metros cuadrados. Afuera, el calor ha llegado a los 43 grados. Dentro de los albergues, con el techo y la lona de las carpas, y la respiración de 400 personas se configura una especie de pequeña antesala del infierno. Y no solo por el calor. En los costados de los albergues hay señoras lavando calzoncillos. Hombres sin camisa, niños sucios. Más atrás están los baños que no quise conocer. Y en los pasillos que quedan entre las carpas transcurre esa cosa, esa miseria, ese limbo que es casi como una vida en la que vegetan los desgraciados.

Al principio salía a tomar por las noches. Terminaba de trabajar a las  10, 11 de la noche y me iba a algún restaurante a comer. También me tomaba 6 o 7 cervezas o una botella de whisky con algunos compañeros. A veces hasta me amanecí tomando para después volver a trabajar a las 7. Ya no, ya evito a mis compañeros durante el día tanto como puedo y por la noche quiero estar solo. A veces tomo, pero solo. A veces camino por ahí y me tomo un jugo en una esquina. Sudo como un caballo y pienso en la felicidad, en la tristeza, en el cielo, en el infierno. En cómo la vida puede ser una vida o algo que se le asemeja, que es inferior, que es como un limbo y que conlleva una gran tristeza. O no, ni siquiera una gran tristeza porque en la desgracia ni la tristeza puede ser grande. Para los desgraciados la tristeza es como un bostezo, como un reflejo.