Dormí en Cúcuta y al otro día llegué a un edificio estatal en
Villa del Rosario. Una de esas construcciones color blanco hueso que bien
pueden ser un hospital, una escuela o una alcaldía. Un hogar de paso de
Bienestar Familiar, las oficinas de la SIJIN, un cuartel de la policía o la
facultad de trabajo social de una universidad en Montería.
Este es un centro de atención fronteriza, el “CENAF”, donde
se estampan los permisos de los extranjeros que entran por tierra a Colombia,
se reciben los deportados, se inspecciona la mercancía. En la parte más alta
del techo ondea una bandera colombiana rasgada y con los colores mal
distribuidos. Las franjas de amarillo, azul y rojo son iguales y en lugar de
nuestro pomposo escudo, un gato duerme por ratos, se cuelga de la bandera, la
rasga. Juega con lo que para él no es más que un trapo sucio.
Tuve la sensación de estar en un campo de refugiados después
de una guerra. Miles de personas cruzaron la frontera. Estaban sucios, muchos
lloraban. Había carpas de varias entidades del Gobierno y de organizaciones
internacionales. Montones de muchachos tratando de poner la tragedia humana en
cifras. Censando, parametrizando, mandando informes a Bogotá, a su ministro, a
su director.
Así son las tragedias: el sufrimiento humano en una gráfica. Datos, estadísticas, informes, circulares, registros. Y afuera de las carpas un señor de unos 45 años, con un morral lleno de ropa y una barra de jabón que se alcanza a ver por una luz de la cremallera. Saca un diploma de una carpeta y me dice Yo soy mecánico del SENA, necesito trabajo. Me dice que salió de Venezuela porque la Guardia Venezolana ya había golpeado y encarcelado a varios vecinos colombianos. Que tuvo que dejar la herramienta y un compresor. Que en la maleta solo tiene la ropa y una llave inglesa. Que no tiene a nadie en Colombia, que no tiene papá, mamá ni hijos y que es divorciado. Que necesita trabajo.
Y después dos amigas. Me dicen que vivían en la misma cuadra
en San Cristóbal. Ella planchaba ropa
– dice la más joven y yo tenía un puesto
de jugo de naranja. Las deportaron. Me dicen que no tienen dónde quedarse,
que no tienen trabajo, que no tienen ropa. Recuerdo que el día antes, en el
puente, estaban dos oficiales de la Guardia Venezolana. Malparidos. Una llora y
la otra le dice No, amiga, no se ponga
así que tenemos que volver a arrancar. No se ponga así que usted es berraquita.
Los albergues son la concentración de la miseria humana en
2.000 metros cuadrados. Afuera, el calor ha llegado a los 43 grados. Dentro de
los albergues, con el techo y la lona de las carpas, y la respiración de 400
personas se configura una especie de pequeña antesala del infierno. Y no solo
por el calor. En los costados de los albergues hay señoras lavando
calzoncillos. Hombres sin camisa, niños sucios. Más atrás están los baños que
no quise conocer. Y en los pasillos que quedan entre las carpas transcurre esa
cosa, esa miseria, ese limbo que es casi como una vida en la que vegetan los
desgraciados.
Al principio salía a tomar por las noches. Terminaba de
trabajar a las 10, 11 de la noche y me
iba a algún restaurante a comer. También me tomaba 6 o 7 cervezas o una botella
de whisky con algunos compañeros. A veces hasta me amanecí tomando para después
volver a trabajar a las 7. Ya no, ya evito a mis compañeros durante el día
tanto como puedo y por la noche quiero estar solo. A veces tomo, pero solo. A
veces camino por ahí y me tomo un jugo en una esquina. Sudo como un caballo y
pienso en la felicidad, en la tristeza, en el cielo, en el infierno. En cómo la
vida puede ser una vida o algo que se le asemeja, que es inferior, que es como
un limbo y que conlleva una gran tristeza. O no, ni siquiera una gran tristeza
porque en la desgracia ni la tristeza puede ser grande. Para los desgraciados
la tristeza es como un bostezo, como un reflejo.