Cuando veo el gol de James Rodríguez contra Uruguay, siempre recuerdo que ese día se murió mi abuela. Yo estaba en la casa de abajo viendo el partido sin volumen mientras ella respiraba artificialmente en su habitación, rodeada de sus santos y con la foto del abuelo en la cabecera. Desde el jueves anterior nos habían dicho que se moría, que no pasaba del domingo. El viernes, aunque incrédulo de las profecías de las moiras de bata blanca, viajé a la casa. Por respeto y por agüero no quise empacar corbata, ni vestido, ni camisa blanca, ni zapatos elegantes.
Veía el partido con sentimiento de culpa. De hecho, desde que la abuela se enfermó tuve sentimiento de culpa. La miraba a los ojos y sentía que la ofendía hablando de cosas intrascendentes, mientras la muerte se gestaba en su interior. Sentía que violaba un acuerdo básico, que irrespetaba la proximidad de su fin. Es difícil proponer otro tema cuando la muerte está en una habitación. Es difícil disimular que todo se está cayendo, que los ángeles llevan meses merodeando por la casa a la espera de la noticia final.
En las últimas semanas, los canales deportivos han transmitido muchas veces la jugada completa que termina con James Rodríguez recibiendo el balón en el pecho y soltando el aire acumulado en sus cachetes, a medida que descuelga el empeine de su guayo izquierdo, casi sin calcular, casi sin pensarlo, sobre el balón que se va volando en curva hasta el travesaño del arco defendido por un Fernando Muslera que parece un gato tratando de cazar a otro gato, más hábil, endemoniado, lleno de maña.
En ese momento a mi abuela le quedaban sus últimas 400, 500 o 600 respiraciones completas. A pesar de haberla sentido tan fría cuando la toqué, a pesar de saberlo, de estar seguro, de verlo en las caras de todos, conservaba una esperanza. De que no se fuera todavía, de que se tratara de una batalla de trámite y no de la definitiva. De haber promovido su vida al no empacar mi vestido elegante, mis zapatos, mi corbata y mi camisa blanca.
Antes, mucho antes, en 1987, cuando ni siquiera había nacido James Rodríguez, la abuela me decía que fuera a la huerta por papas criollas, rábanos y zanahorias. Estábamos solos, a 2.800 metros de altura, sin energía eléctrica, casi sin vecinos, rodeados de montañas y lagunas, de perros, vacas, mulas y cerdos. Ella tenía 53 años y yo 5. Y éramos amigos, pero no como un nieto que respeta a su abuela y una abuela que consiente a su nieto. Éramos amigos auténticos, de los que, sin mucha consideración por la posición jerárquica, comparten sus problemas y sus alegrías.
Abel Aguilar cabeceó hacia el área un mal rebote concedido por Álvaro Pereyra. A James Rodríguez casi que lo tomó por sorpresa. He visto el gol con varias narraciones. La colombiana, la española, la inglesa, la brasilera, la rusa. Es como si quisiera reconstruir el momento en el que a mi abuela le quedaban 400, 500 o 600 respiraciones completas. Veo ese gol tan bonito, armonioso y casi perfecto, que todo el mundo celebra con un UFFFF y siento por él un odio leve; un deseo de convertirlo en un simple postazo que no me recuerde nada.