Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 28 de abril de 2010

Pensar una cosa y pensar otra

Como pienso una cosa, pienso otra. En el debate interno y ligero entre una cosa y otra, veo desdibujar mis intenciones justo cuando el dibujo parece completo. Salgo a votar y cuando estoy a punto de hacerlo pienso que mejor no, que al fin y al cabo estaría adivinando. De alguna forma todo se debe a que me siento desinformado casi para cualquier cosa que requiera información.

Salvo que se trate de datos exactos - como la hora del día o la capital de Somalia -, evitaré divagar sobre otros asuntos susceptibles de respuesta porque he descubierto, como lo dije al principio, que así como pienso una cosa, pienso otra. En las discusiones se me increpa constantemente... ¡Se contradice!, - me dicen- y en efecto me contradigo. Me contradigo y reculo sin objetivo como el que estando a punto de suicidarse piensa que mejor no, sin más.

Lo que me hace contradecir no es exactamente la duda ya que sería pretencioso dudar de algo que no sé. En realidad más que dudar, adivino. Si alguien me pregunta si creo en la integridad de quienes conforman el gobierno diría que sí, adivinando. No llego a dudarlo porque no tengo verdaderos indicios de nada más que de lo evidente. Si alguien me pregunta: ¿Llueve? Yo diría sí. O no. Si alguien me pregunta: ¿Lloverá? Adivino o digo no sé.

Todas mis opiniones están de algún modo sujetas al dictamen de una adivinanza porque carezco de información.

lunes, 26 de abril de 2010

Doña Maria Eugenia y yo, Charles de Gaulle

Doña Maria Eugenia vivía sola en el 2C-901 y yo con otros 4 en el 2C-1001. Tenía entre 70 y 120 años, un lunar entre las cejas y tres baticas: una gris, una de flores y una beige. Como a veces coincidíamos en el descanso de las interminables escaleras que me llevaban hasta el quinto piso, logré saber, entre otras cosas, que era de Popayán, que tenía una hija en quien no confiaba y una nieta muy bonita a la que le auguraba por lo menos la corona del Reinado del Café. Conocí a la hija, que era profesora en el Granadino y noté que el dejo fricativo de su voz y una joroba prematura hacían retoñar la desconfianza de Doña Maria Eugenia. Quizás apresuradamente deduje que se encorvaba por miserable y que hablaba entre dientes escondiendo una mala intención. Su hija, es decir la nieta de Doña Maria Eugenia, no era tan bonita como su abuela creía, pero era dulce y parecía buena. Ella era la que manejaba el VolksWagen escarabajo color crema todos los miércoles cuando llegaban de visita donde la vieja.

Doña Maria Eugenia predijo varias veces que yo sería algún día presidente de la República. Yo creo que las vecinas de Roosevelt y las de Churchill predijeron la misma cosa. Seguramente también hicieron la misma predicción las vecinas de muchos otros que nunca fueron nada, ni presidentes, ni nada.

Con el paso del tiempo se fue poniendo senil y recuerdo que en el terremoto del Eje Cafetero salió al hall gritando que era el fin del mundo. Corría escaleras abajo y volvía a subir. Finalmente se calmó, me abrazó y me dijo que yo sería algún día presidente de la República.

A veces he pensado que soy un hombre con duende, algo seductor, solitario y esas cosas, y que tal vez Doña Maria Eugenia en sus delirios haya logrado percibir algo como eso y lo haya acomodado al perfil de un caudillo. Solo que en esa época yo era un gordito con gafas y me ponía bermudas de drill con prenses, lo que me alejaba mucho de ser un duende, un seductor o por lo menos un líder mediático... De hecho, fracasé en las elecciones estudiantiles, incluso habiendo prometido la instalación de ventiladores en todos los salones. Mi competencia solo aseguró que velaría por una buena relación entre profesores y estudiantes. Con eso le ganó a mi propuesta estrella: los ventiladores. No lo podía creer. Atribuí el fracaso a un asunto de imagen.

Hacía las tareas pensando en Doña Maria Eugenia... No la quería defraudar. Cuando la saludaba ya la veía como a una de mis gobernadas. Le daba la mano con perspicacia política como pensando en asegurarme su voto. Le hablaba con elocuencia, con tono pausado, dando a entender que comprendía todos sus problemas y que estaba haciendo todo para solucionarlos. Hasta le ayudaba a subir las escalas. Le cargaba los paquetes y le abría la puerta. Me miraba con cariño. Como a un presidente... Como una señora francesa a Charles de Gaulle, así.

La hija y la nieta seguían yendo todos los miércoles. Almorzaban y se iban. También nos cruzábamos en las escaleras; la señora siseaba y la nieta agachaba la cabeza porque yo le gustaba. La vestían a una usanza que supongo payanesa de los 50s, así que el VolksWagen resultaba perfectamente apropiado.

Tal vez un año antes de irme del 2C 1001, llegaron los loqueros y se llevaron a Doña Maria Eugenia. 6 meses después murió. Supe que estaba desnutrida y que insultaba a los médicos.

miércoles, 14 de abril de 2010

Merdredi

La gente que espera el ascensor parece exasperada. Van y vuelven. Escarban en los bolsillos vacíos. Son las 8:03. Esta mañana a las 3 escuché a un borracho que pasaba por la calle, me asomé y logré verlo a través de la ventana. En ese momento pensé que solo 5 horas me separaban del fin de la felicidad. A las 6 los pájaros empezarían su gorjeo y las calles todavía estarían limpias y silenciosas. A las 8 ya estaría bien metido en el caos. Náufrago en un mar de segundos. Que son miles. Y lentos a su antojo.

Tal vez lo único bueno de que hoy sea martes es que mañana es miércoles - que no es la gran cosa- pero está a solo dos días del viernes -que es bueno y sería perfecto- si no estuviera a 2 días del domingo, que bien podría ser el mejor de los días si no precediera al lunes – que fácilmente me llevaría al suicidio- de no estar tan cerca del miércoles, que es un día tibio y medianero cuya única gracia consiste en encontrarse a dos pasos del viernes, que se perfecciona con la proximidad del sábado y con la seguridad del domingo inactivo que remata la expectativa... esa que se diluye el sábado donde reina la confusión y uno no sabe si divertirse o descansar - ambas-cosas-necesarias-y-escasas... y entonces viene el domingo con la resaca o con la reflexión idiota de haber arruinado la iniciativa aplastándose en la cama en lugar de haberse divertido un poco. Y así, una semana que parece tan larga se convierte en un instante que lo convence a uno de que el tiempo no alcanza para nada, salvo que sea martes, en cuyo caso el fin se ve muy lejos, todo es terrible y el porvenir parece un viaje a otra galaxia.

Llegó el ascensor y ahora 7 pisos separan la desesperación de la zozobra. En el bus tenía algo de intimidad... las cosas que escojo ver por la ventana y el ipod que me separa del mundo.
Huelo la madriguera desde la puerta del ascensor y pienso que no hay vuelta atrás, que tal vez lo vea más difícil que el resto del mundo y sólo tenga que aguantar hasta que el tiempo haga lo suyo. O hasta que al fin aparezcan los extraterrestres.
Veo que al lado del fax está sentado Yepes a quien ahora veo más que a cualquier otra persona. Temo que si ocurre un terremoto quede atrapado con él... o que se dicte un decreto que obligue a casarse a las personas que pasan mucho tiempo juntas.

Me puse el celular en la cabeza, porque estaba frío y se sentía bien. Y después maté una hormiga.

lunes, 12 de abril de 2010

Con cargaderas, no

A veces voy los domingos al cementerio y aunque lo hago con respeto, no puedo dejar de pensar que lo que piso es un parque bonito como cualquier otro, adornado con lápidas y abonado por muertos. Jardines de la Esperanza es un cementerio que fiel a la topografía de la ciudad alberga a sus difuntos en lomas que en este caso interrumpen el verde de la grama con rectángulos grises de marmolina destinados al espacio personal en el que nosotros, los dolientes, evocamos la memoria de aquellos que ya tienen la certeza de una fecha final. 21 de febrero de 1.985; 4 de marzo de 2001; 16 de octubre de 2007... días como este que dejan de ser ordinarios para convertirse en el último de alguien. A veces incompleto. Sorpresivo o previsible. Último en todo caso.

Sonará a Chavo del 8, pero lo que más me asombra de los muertos es que alguna vez hayan estado vivos. Que hayan nacido alguna vez. Que los padres hayan deseado su concepción y que hayan invertido en ellos grandes cantidades de dinero incluso a sabiendas de su destino fatal. Todo eso me asombra... Que ellos, los muertos, alguna vez hayan sido solo un proyecto y que por el capricho que lanzó a sus padres a concretarlo hayan tenido que soportar la muerte. Y más aún, ¡la vida!... ese negocio en el que a pesar de saberse de antemano que la inversión inicial está perdida y que cualquier rédito se va a esfumar, se ejecuta con entusiasmo y sin pausa.

Las anteriores son ideas que ya no aplican, porque estoy vivo e inevitablemente voy a morir. No sé cómo, no sé cuándo, no sé dónde; si estará lloviendo, si me alcanzaré a asustar o si me podré defender de algún modo. No sé si será un instante extraordinario o si solo se sentirá algo semejante a la contracción que precede un estornudo. No sé si duele o si arde. Si pica. Si medie un acertijo para salir del limbo.

Mi hermana dice, creo que citando a alguien, que la mayor muestra de vanidad posible es imaginarse el funeral de uno mismo. Tiene razón... Es inevitable pensar en los músicos que van a contratar, rogar que sean calificados, que no canten Amor eterno y que interpreten, en cambio, un aria sobria que delate nuestro buen origen. Es inevitable también ruborizarse por el escándalo que protagonizará alguna prima ruidosa; imaginarse cientos de páginas en el libro de asistencia y conmoverse con los sentidos discursos de los compañeros de trabajo. Ni hablar del suspiro que provoca la convicción de que muchas mujeres van a llorar y nos van a extrañar.

***


Las profundas consideraciones sobre la muerte solo se estancan en aquellos trámites que también la rodean y que la convierten en un asunto cotidiano como el matrimonio o la expedición del pasaporte. Ese trámite que inicia con el certificado de defunción, pasa por el registro y las cláusulas del testamento y termina con la inscripción de la lápida en letra de estilo, bajo la cual, a tres metros de profundidad, se entra a hacer parte de aquella extensa vecindad de gente que seguramente no se conoció en vida. De gente que en su mayoría nunca pensó en cuál sería su lápida vecina y que ahora yace dispuesta en grupos de a dos, de a tres, de a cuatro. Rubiela con Mauricio, Arturo con Carolina, Andrés, Fabio y Gloria Esperanza.

De esa vecindad haremos parte los convencionales. Los que no pretendemos agregarle dramatismo a un hecho que por sí solo ya no podría ser más dramático. Los que le hacemos el quite a esa tendencia aborrecible que pretende dar instrucciones sobre el tratamiento póstumo que uno ha de recibir... Pedir que lancen las cenizas al mar, que pongan diez claveles sobre el ataúd, que se siembre un árbol en nuestro honor, que se haga una donación ó que se escoja un lugar simbólico para la sepultura, son disposiciones cursis que delatan el exceso de amor propio y, sin embargo, cuando voy a Jardines de la Esperanza pienso mucho en el que va a ser mi lugar. No sé si será en el potrero de la derecha o en el de la izquierda. Tal vez en el de abajo, por el horno crematorio. Cerca del mausoleo ó al lado de la capilla. No sé. No lo podría definir... Prefiero dejar en manos del azar la decisión de mi ubicación eterna, pero ruego que no me toque al lado de alguien que se llame Gildardo. Como en el colegio que el azar me puso al lado de Héctor, uno de cargaderas.

viernes, 9 de abril de 2010

Luz Marino

Me gano 2.030.000. Por las mañanas trabajo en la madriguera. Así la llamo. Por las tardes me llamo Luz Marino. El trámite para finalmente convertirme en abogado me tomó un poco más de tres años, tras los cuales me sobrevino la condición irrenunciable de profesional que además me obliga a conseguir un trabajo. En este caso son 2. Primero me enlisté en la madriguera. Allí me entrevistó el Doctor Fernando quien de inmediato me dio la impresión que he llegado a confirmar a lo largo de estos dos meses.

Para llegar a comprender esa impresión es necesario que primero describa la madriguera. En el piso 7, donde se encuentra la madriguera, trabajan 17 hombres y solo 2 mujeres. Una es fea y la otra es más o menos bonita. A la bonita se le murió el papá la semana pasada. La fea es muy amable y cuando me saluda parece aferrarse a la esperanza de encontrarse frente a la única persona joven de todo el edificio. Desde el primer día fue evidente que las cosas no andaban muy bien en la madriguera. Una nevera con puerta imitación de madera dejó de funcionar porque se rompió el ducto que transportaba alguno de esos gases muy tóxicos con los que funcionan las neveras viejas. El olor a gas todavía se siente dos meses después y parece impregnar de negligencia todos los actos de quienes trabajamos allí. Que somos 3.

En la madriguera, los trámites parecen arremolinarse. Los documentos se extravían, los términos se vencen, hay filas de reclamos cada mañana, el mensajero tiene mal aliento, las carpetas se trocan, suena el teléfono y nadie quiere contestar. El tapete es muy viejo y tiene restos de papitas fritas que se repartieron en una reunión política hace tres semanas. Esta mañana tres cuartos de la superficie de ese tapete viejo, que huele a 1.978, quedaron ensopados en agua cuando se rebosó el tanque del sanitario después de que Higuita el de los discos pasara por allí. El mensajero trapeaba, el Doctor Fernando buscaba irritado la causa del daño, se recogía la camisa, maldecía y reñía con el mensajero que no paraba de decir: fue después de que entró Higuita. Fue después de que entró Higuita.

El Doctor Fernando es el jefe de la madriguera. Es una de aquellas personas que más por inocencia congénita que por malas intenciones, se ha sumergido en el día a día sórdido que rige la costumbre banal de los trámites, los documentos y la nula innovación. Esta circunstancia le ha deformado el carácter hasta convertir su sonrisa original en una mueca espantosa que desemboca casi siempre en una carcajada de mal gusto. Todos sus modales son estridentes. Su habla es incomprensible. Es gacho y de cabeza plana como un pastor alemán. A veces se tira pedos. Los ojos son vidriosos y la nariz abultada y rojiza. Los reclamos lo han transformado en un personaje nervioso, agresivo, indolente... como un perro que no entiende por qué le golpean el hocico.

...

Por las tardes soy Luz Marino. Reemplazo a una asistente que estará incapacitada por un mes. Por su edad, supongo que le van a sacar el útero. En esta empresa hay un software interno. Todo es muy organizado. Funciona perfectamente. Este software permite el envío de comunicaciones entre todas las dependencias. Como la creación de un nuevo usuario supone un cierto trámite, me asignaron el usuario de Luz Marina. Para todos aquí me llamo Luz Marina. Pero yo creo que es mejor Luz Marino.

jueves, 8 de abril de 2010

La oreja de Van Gogh

Casi todo el mundo sabe que Van Gogh, desesperado, se cortó una oreja, la envolvió en un pañuelo y se la regaló a una amiga... Un gesto romántico, no cabe duda. Un acto dramático... Una escena de pasión: el pañuelo empapado en sangre, la confusión de los presentes, algún grito de pánico y una dama que no sabe qué demonios hacer con una oreja cuya cercenación debe de haber sido tan dolorosa, como incómodo el hecho de haberla recibido por regalo.

¡Una oreja!

La dama sonríe... la toma en sus manos; solloza... la besa; la acaricia... la mira con candor y finalmente la guarda en su cartera mientras piensa en un buen lugar para la extraña reliquia.

¿Dónde ponerla?

Hasta entonces había sido costumbre de los enamorados regalarse mutuamente mechones de pelo para ser eternamente recordados por sus amantes... bucles ensortijados, atados con cintas de colores guardados en los corpiños con suspiros que mediaban y que simbolizaban, de algún modo, la escencia portátil del amor.

Sin embargo, como es sabido, el pelo se regenera, vuelve a crecer. Las orejas no. Es por eso que aún se recuerda - no con menos controversia- el acto apasionado de Van Gogh. Es por eso que hay un grupo que se llama La oreja de Van Gogh y no El pelo de Clara ó Las uñas de Felipe... Al fin y al cabo, algún mérito debe tener el acto desprendido de mutilarse una oreja por su propia cuenta y medios. El mérito de haberlo hecho por esa vanidad sufrida que nace del desprendimiento.


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Este blog aboga por aquellos que quieren conservar sus orejas. Por aquellos que ante la inquietud de dar un buen regalo, las mantienen intactas y desfilan hacia la joyería, la floristería o la tienda de mascotas. Aquellos mismos que prefieren desprenderse de algo que vuelva a crecer... Un mechón de pelo, un juego de uñas, una cuenta bancaria.

En su honor, este blog cambia su nombre.

Por un día.