Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





lunes, 29 de noviembre de 2010

Un día que parecía el primero

En un recuerdo aparecen los modales bisoños, la impericia con que saludé a una señora de delantal. Estaba parado frente a una puerta, era un hombre nuevo, tan reciente que solo me sabía algunas letras. Conocía la M y la J pero no las que atravesaban, rígidas y negrillas, el letrero de fondo blanco y borde verde institucional, sobre el marco de la puerta.

El letrero coronaba un corredor que se expandía en perspectiva hasta una pared sucia en el fondo. Un paisaje desconocido hasta ese momento que años después asociaría forzosamente con ese aspecto amarillento de los lugares estatales, llenos de carteles informativos, plagados de oficinas con ventanas de vidrio arrugado.

Dije hola, sin volumen y la señora del delantal me recibió. Era cocinera porque tenía una zanahoria en el bolsillo delantero, con una punta asomada como un marsupial de nariz anaranjada. Caminando a lo largo del corredor, me llevó de la mano hasta la cocina. Yo daba pasos muy rápidos mirando hacia atrás, tratando de grabarme lo que decía el letrero para atribuirle algún sentido, un buen significado, cuando aprendiera a leer. - ICBF, dijo la cocinera al notar mi curiosidad.

Vi mi cara reflejada en un acuario. Supe que lejos, en el futuro, existiría una persona de tamaño normal con esa misma cara. Uno de los peces lo notó.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Un paisaje absoluto

Hay un paisaje absoluto que no depende del clima ni del estado de ánimo. En este caso está constituido por un bombillo que proyecta su luz tenue, generada en un gusano anaranjado, de alambre, que agoniza entre chispas eléctricas e irregulares. Como convulsiones, estas chispas rebotan contra el vidrio interior del bombillo provocando un sonido similar al de un insecto aplastado que se resiste a morir y se tira pedos en su agonía.

La luz se esparce con insuficiencia sobre mis cosas. Un perchero, una cama con dos cojines, la ropa que me quité, doblada sobre una silla. De una manga de la camisa cuelga un lapicero azul que repentinamente me parece una criatura curiosa. Lo aprisiono entre el pulgar y el índice. Es un pedacito de acero inoxidable del que sale una mina cuando giro la parte de abajo. Lo giro varias veces, la mina entra y sale. Escribo una cosa en la mano y la repinto. La repinto otra vez para que se vea bien.

Veo que el lapicero tiene una marca y seguramente un creador. Es solo un mecanismo, pero es parte del paisaje que se extingue cuando apago el bombillo. Me preparo para dormir entre cosas que no se ven, volteo la cara contra la pared y pienso: "una versión repintada de la nada".

miércoles, 17 de noviembre de 2010

ESL

Don Augusto me dijo que había vivido 23 años en Nueva York. Me hizo una entrevista, me preguntó dónde había aprendido inglés y evaluó mi conocimiento del presente perfecto. Con la ropa parecía tapar la monstrusidad de sus 80 años. La camisa era limpia y estaba pegada a la corbata con un clip de plata. Los zapatos tenían esa calidad dudosa de las promociones gringas y el betún les sobresalía en las arrugas.

Por un momento el desentendimiento se impuso sobre la tensión de la entrevista. Sobre el borde de brea pintada de blanco que enmarcaba las ventanas caminaba una lagartija, una forma reptil que encarnaba mi situación, estar embalado, necesitar 4.000 pesos por hora.

Los necesitaba para sobrevivir a mi manera. Para no dejar de tomar cocacola en los descansos. Don Augusto me los iba a pagar con cargo a su sociedad, ESL, English System Language, dirigida por Jorge Montoya, un man de Quimbaya con motilado de paramilitar que tenía un Corsa vinotinto.
El profesor estrella de ESL era Hugo, que ya tenía 24 años y había pasado 3 trabajando en un concesionario de Atlanta, vendiendo Ford viejos y Pontiac nuevos, negociando durante horas parado en tenis blancos y anormales como camionetas de rapero.

Después de Hugo estaba Rafael, un pereirano. Me lo encontré la semana pasada y no me reconoció. Han pasado 9 años desde la entrevista con Don Augusto.

Pasé en carro por la 23. Vi a Don Augusto, ya sin corbata, con el pecho arrugado. Entró en una residencia de puerta beige metálica. Empujó la puerta despacio, pegado al borde, y los ojos biliosos de 90 años me siguieron hasta cerrar.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Lo de Percuto

Separado por un reclinatorio del resto impío de la casa, en un rincón, está reunida toda la piedad de mi abuela. Ella reza todos los días, seguramente para impedir que ocurra otra tragedia, como la de Alicia, la niña, que se quemó en 1.960 y murió en diciembre desatando la tristeza, el dolor, la debacle familiar a causa del alcoholismo desesperado de mi abuelo. Las vírgenes afligidas la escuchan, los santos la reconocen como una audiencia acostumbrada. Y ella está ahí, arrodillada, haciendo lo mejor que puede para evitar una tragedia.

La abuela me habla de Percuto. Pobre Percuto, dice, ¿dónde andará?. Me lo describe como un muchacho torpe que concentró toda su escasa malicia en una destreza impensable en la guitarra. Ella era muy joven y veía a Percuto salir a la medianoche, amarrándose los pantalones con una cabuya, alistado por sus compañeros para la serenata. Don Luisito Bañol tocaba la trompeta con sordina, me dice, y la profundidad le invade los ojos cuando escucha Mi diosa idolatrada.

Me imagino la escena. Me imagino todo lo que me cuenta. El olor a costal de Percuto. Mi abuelo aterrado, rodeado por miles de espejismos que gritan mataron a don Álvaro, viendo el mundo por un instante con la mirada muerta. Me imagino a Don Luisito Bañol acomodándose el sombrero, haciendo ese gesto rumiante de los trompetistas. Me imagino a mi abuela arrancando del calendario el 20 de octubre de 1956.

La oigo en la cocina. La siento pisar de un lado a otro, llevando del lavaplatos al comedor a Percuto, a Alicia y a Luisito Bañol. Los días son diferentes para ella, veo sus arrugas, su paso meditado y pienso que para llegar al futuro, desde tan lejos, solo hace falta un poco de paciencia.