El cine me ha gustado como pasatiempo. La primera película que vi en cine fue Willow en la tierra del encanto, cuando tenía 6 años, en la sala del Colombo Americano en Medellín. Desde entonces he ido a muchas salas. Acompañado, solo, por la tarde, por la noche, a funciones de 3:00, 6:10, 4:50, 10:25.
En los inicios tuve un compañero infaltable. Era un tío que estudiaba Derecho en la Universidad de Antioquia y que se encontraba en algún punto de su juventud, entre los 20 y los 30 años. Además de estudiar, administraba un parqueadero y se dedicaba a ese oficio incunable de comprar y vender. Telas, quesos, carbón y bolsas plásticas. También apostaba. Dominó, lulo, póker, fierro, blackjack. Tenía un Mercedes 66 blanco de cojinería roja, cambios en la cabrilla, velocímetro inexplicable que era amarillo por naturaleza y se ponía rojo después de los 70 kilómetros por hora. Íbamos casi siempre a Junín o al Odeón. Comíamos en Pinky. A veces íbamos con Catalina. Otras con Amanda (A la postre su esposa).
Había, además, un rompecabezas. Tenía solo 3 fichas y puesto en orden formaba una T mayúscula, blanca y de acrílico. Lo llevábamos siempre en un estuche y era tan difícil de armar que pagábamos 1.000 pesos a quien lo lograra. Si al cabo de 3 minutos no lo lograba, nosotros recibíamos $500. Si al cabo de tres minutos no recibíamos los $500, habíamos perdido nuestro tiempo. La T se iba haciendo famosa y el cine alternaba con el planetario. A veces no eran Las Tortugas Ninja, sino las lunas de Júpiter. Otras veces el póker, otras Catalina.
En el segundo piso de la casa de mi abuela, en una especie de buhardilla, estaba la fábrica de bolsas. Pertenecía a una sociedad conformada por mi tío y por un tío suyo, inválido. Minero jubilado. Una veta de carbón le había roto el espinazo. También apostaba. Póker, lulo, fierro, dominó. Orinaba en una botella.
Yo sostenía el rollo de 50 metros y ellos lo sellaban cada 30 centímetros. Vendíamos las bolsas a las queseras donde comprábamos los quesos. Yo tenía 6 años, después 7, después 8. Aprendí a armar la T, a sellar las bolsas con precisión y a bajar de los andenes al tío de mi tío pisando el borde de la silla de ruedas con la punta del pie.
Esa era mi rutina. Una película como las otras, con un libreto raso y una producción de bajo calibre.
En los inicios tuve un compañero infaltable. Era un tío que estudiaba Derecho en la Universidad de Antioquia y que se encontraba en algún punto de su juventud, entre los 20 y los 30 años. Además de estudiar, administraba un parqueadero y se dedicaba a ese oficio incunable de comprar y vender. Telas, quesos, carbón y bolsas plásticas. También apostaba. Dominó, lulo, póker, fierro, blackjack. Tenía un Mercedes 66 blanco de cojinería roja, cambios en la cabrilla, velocímetro inexplicable que era amarillo por naturaleza y se ponía rojo después de los 70 kilómetros por hora. Íbamos casi siempre a Junín o al Odeón. Comíamos en Pinky. A veces íbamos con Catalina. Otras con Amanda (A la postre su esposa).
Había, además, un rompecabezas. Tenía solo 3 fichas y puesto en orden formaba una T mayúscula, blanca y de acrílico. Lo llevábamos siempre en un estuche y era tan difícil de armar que pagábamos 1.000 pesos a quien lo lograra. Si al cabo de 3 minutos no lo lograba, nosotros recibíamos $500. Si al cabo de tres minutos no recibíamos los $500, habíamos perdido nuestro tiempo. La T se iba haciendo famosa y el cine alternaba con el planetario. A veces no eran Las Tortugas Ninja, sino las lunas de Júpiter. Otras veces el póker, otras Catalina.
En el segundo piso de la casa de mi abuela, en una especie de buhardilla, estaba la fábrica de bolsas. Pertenecía a una sociedad conformada por mi tío y por un tío suyo, inválido. Minero jubilado. Una veta de carbón le había roto el espinazo. También apostaba. Póker, lulo, fierro, dominó. Orinaba en una botella.
Yo sostenía el rollo de 50 metros y ellos lo sellaban cada 30 centímetros. Vendíamos las bolsas a las queseras donde comprábamos los quesos. Yo tenía 6 años, después 7, después 8. Aprendí a armar la T, a sellar las bolsas con precisión y a bajar de los andenes al tío de mi tío pisando el borde de la silla de ruedas con la punta del pie.
Esa era mi rutina. Una película como las otras, con un libreto raso y una producción de bajo calibre.
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Todas las rutinas son tediosas, pero logran vincularnos a tal punto con un cierto hábito que su interrupción nos reduce como un desahucio. Es difícil salir de la cárcel después de 20 años de encierro. Es difícil aceptar de buena gana la jubilación. Bajarse de un barco tras cruzar el Atlántico. Entregar las armas después de dispararlas toda la vida... Vagar perdidos en un día sin horario, sin repetición.
La vida sin esquema marca el desarraigo de los perros domésticos liberados a la deriva y obligados a vivir como lobos.
La vida sin esquema marca el desarraigo de los perros domésticos liberados a la deriva y obligados a vivir como lobos.