A veces siento que he estado borracho todos los días
desde los catorce o quince años. Pero borracho, borracho de verdad. No una
borrachera metafórica, ni un idilio filosófico. Y sin embargo es una exageración,
pues he sido relativamente medido para beber. Lo que pasa es que tengo tanto
cariño por los momentos en los que he estado borracho que los hilo como si
fueran una sola historia y fueran en sí mismos los únicos días de mi vida.
Todos esos días en los que me puse muy triste, muy contento, increíblemente
ligero o que simplemente sentí que se iban para siempre la ansiedad del trabajo
y de la rutina los llevo en mi corazón como los más importantes de mi vida. Y
es que borracho soy un romántico; o un tierno, como dice Leonel Álvarez. Se me
pierde la mirada y se acrecienta mi amor por el mundo. Por mi mamá, por los
atardeceres, por mis hermanas, los perros, un pocillito viejo en la cocina, los
árboles, mi esposa, la plata, mi abuela, la linda casa donde viví mi infancia,
los tangos, mis tíos – que son como mis hermanos-, Manizales y Riosucio.
La cumbre de mis borracheras sucedió entre los años
2008 y 2011, cuando viví solo en una finca entre Rionegro y La Ceja. Tomé tanto
aguardiente que cuando destapaba la botella mi perro me miraba con preocupación
y llegó a decirme, en ese lenguaje único que existe entre la mascota y su amo,
que por favor parara, que mirara que me estaban temblando las manos, que si es
que estaba triste o qué, que mirara que tenía trabajo, que la gente me quería,
que las cosas podían mejorar, que la cogiera suave mientras estábamos por aquí,
que soportara que no era tan duro.
Sin embargo no pude parar. Tomé la costumbre de
acompañar mi desayuno con cerveza y de rematar con un trago de aguardiente, a
manera de enjuague bucal, antes de salir a trabajar. Necesitaba estar borracho.
El trabajo, el mundo, tanto sapo convencido de que está haciendo las cosas bien,
hacen que un muchacho normal de 25 años requiera estar borracho todo el tiempo
para sentirse medianamente ausente mientras empieza a encajar en esa trama
detestable de planes de acción, sistemas de calidad y objetivos estratégicos.
Llegaba a la casa por la noche en mi vieja
camioneta, empujaba la portada de madera, remojaba las matas, conversaba con el
perro, abría una botella, ponía música usando como parlante un teatro en casa y
daba vueltas por el prado pensando en cómo escapar, en qué hacer para no tener que hacer lo que hacía, en cómo maniobrar para poder vivir normalmente, sin trabajar, sin
rendirme ante esa corriente lenta que nos arrastra primero hasta la pensión y
después hasta la muerte.
Estaba borracho un domingo como a las 6 de la tarde
cuando se me metieron cuatro tipos a la casa. Desde la distancia vi que se
acercaban en un Volkswagen viejo de vidrios polarizados con placas de Armenia.
Eran caleños, entre zambos y mulatos, con tatuajes y motilado de sicario. Esperé
sentado en el prado a que se bajaran del carro y desde mi posición bajo los
platanales les silbé. “Caballeros, buenas tardes, cuéntenme”. Y entonces me
contaron lo que me tenían que contar. Pensé tirarme por debajo de la cerca y
salir corriendo hasta la finca de Don Jaime pero fue ahí que vi a la Entidad
por primera vez. Fueron uno o dos segundos en los que pasó por la puerta de la
casa y me dio a entender una de dos cosas: me iba a morir para ser acogido en
el plano de las almas justas, o me iba a salvar para evitarle un sufrimiento a
mi mamá y a mis hermanas.
Al final fue lo segundo.
Salvarme no fue remedio para mi necesidad de trago.
Recuerdo que esa noche seguí tomando hasta casi el amanecer. El perro me
acompañó toda la noche y parecía preguntarme con la mirada por los extraños
acontecimientos de la tarde de los que salí con vida por una u otra razón.
Transcurrieron muchos días en los que me dediqué a
pasar por juzgados y oficinas públicas cobrando la cartera de una empresa.
Salía de los juzgados y me tomaba una cerveza en la esquina o me comía un
pandebono en medio de pensamientos trascendentales. Mis corbatas mal ajustadas
y a veces torcidas por el uso, eran como una extensión de mi desbarajuste
interior. A veces aterrizaba y pensaba en cómo mi conducta impactaba en los
objetivos estratégicos de la empresa. Era, como algún día me denominó un
profesor del colegio, un mal elemento. Revisaba los procesos en el centro de
Medellín, en Envigado, Itagüí, los municipios de Urabá, Briceño, Yarumal o
Santa Rosa de Osos y siempre que se terminaba el día pasaba por un estanquillo,
compraba media de aguardiente y me la tomaba en la casa. A sus 300.000
kilómetros, la camioneta hacía tiempo requería reparación de motor y el cambio
completo de la suspensión del que solo me había ocupado parcialmente mediante
créditos que pagaba a cuentagotas donde Fernando
Repuestazo, un amable distribuidor de autopartes con sede en la Calle el
Palo con Avenida Oriental. Mi vida entera era como un crédito donde Fernando Repuestazo.
Finalmente pasó lo que tenía que pasar. Estaba en la
sala un día después del trabajo, apenas sacándome la camisa de entre el
pantalón y quitándome los zapatos cuando vi a Jesús en el techo. Se apareció
nítidamente en una de las vigas del cielo alfardado de la casita campesina, con
su barba, su pelo largo e incluso lo que podría interpretarse como su corona de
espinas. Lo vi y sonreí. Interpreté su aparición más como una aceptación de mi
vida desordenada, como una simpatía por mi caos, que como una invitación a
cambiar.