Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





martes, 18 de febrero de 2020

¿Dónde estamos?

Esta mañana venía caminado al trabajo por la Carrera Séptima. La mayor parte de la gente caminaba en sentido contrario, de afán, con cara de estar pensando en balances, correos sin responder, derechos de petición complicados, la fila en el microondas a la hora del almuerzo, la quincena, la factura de la luz, las noticias de la W. Muchos llevaban tapabocas para no contagiar o para no contagiarse. Un mendigo pasó muerto de la risa. Claro, él ve otras cosas: los átomos, las moléculas.

En mis audífonos sonaba muy duro Las Cuatro Estaciones y después Lluvia con nieve. Las güevas, pensaba yo. Yo no quiero ser así. Es decir, yo soy así pero sé que no soy así. Yo soy así porque me toca ser así, pero ser así es algo más que verse así. Yo no soy así porque no estoy convencido de ser así.

Y entonces me vine caminando con mi música y pensando en la forma de hacer las cosas. Un ladrón de banco es un ladrón de banco pero no es igual el que se acerca a las cajas con un revólver hechizo y una cachucha Hugo Boss que el que se pone un antifaz de arlequín e hipnotiza a los cajeros. Es algo así, es algo así.

martes, 7 de enero de 2020

2020

Llegó 2020 y se hace visible de pronto, como una cara en un espejo que se desempaña, el registro de las cosas que pasaron en 2019. Alegrías, sensaciones momentáneas de prestigio o de desprestigio, cansancio o una energía incontenible, días eternos como una ballena pensativa, días intensos y rápidos como pequeños animalitos que buscan la salida de un bosque en llamas, fines de semana en familia, algunos pocos nuevos amigos, la mata que está en la sala casi alcanza el techo del apartamento, el hijo dice sus primeras palabras, sus primeras opiniones "Ese no", "Ese sí", "Leche no", "Jugo sí".

Algunos que se bajaron del mundo en 2019. La impresión, la tristeza, el terror ante el recordatorio fatal. La fila en la que estamos, las diferentes filas en las que estamos mientras hacemos la fila principal. A veces me pongo a ver una montaña desde la ventana del apartamento. Se junta con otra en un cañón estrecho y forman una especie de nalga por cuyo pliegue se asoma el sol. Voy a mercar y vuelvo. Pongo las bolsas sobre una mesa en la cocina. El día está bonito, apacible, la gente en bicicleta por la carrera séptima. Una factura de la luz sobre la nevera. Un ronquido. El del absurdo que duerme. O se hace el dormido. Lo veo por las rendijas.

martes, 29 de octubre de 2019

Mi papá murió hace veintidós años en un accidente de tránsito en Manizales, en una época y en un contexto personal en los que morir de esa manera constituían casi un premio de la vida. Muchas veces imaginé que lo paraba la guerrilla entre Riosucio y Manizales, que no encontraba las palabras para defender la transparencia de su vida, que lo bajaban del carro, se lo llevaban y no lo volvíamos a ver nunca más.

Lidió y lidiamos con eso por muchos años. Todas las semanas iba a San Lorenzo, a Quinchía, a Marmato, a Bonafont, lugares plagados de FARC y EPL. Muchas veces lo acompañé. Muchas veces pensé que era su compañía preferida, muchas veces me puso el brazo por encima mientras caminábamos por la zona roja, sumidos en esa intrascendencia que es como una vacuna contra el miedo y la desesperación. La gente lo saludaba con cariño, con emoción. 

Después volvíamos al carro de la empresa, ponía sus casetes de Olimpo Cárdenas y nos metíamos a la carretera en silencio. Algo había en su atmósfera personal como de asceta, como de niño. Una sencillez que asustaba, una especie de aburrimiento, de nostalgia, una mirada como de ballena. 

Sobre todo había un olor como a afeitada, como a limpieza, como a ropa planchada, pero otra vez: como a niño. O como a ángel sería. 

A veces, cuando la vida se pone como una zona roja, siento constante su brazo. Pesado y campesino, fuerte. Me dice que tranquilo, que con suerte el día pasará.


viernes, 26 de julio de 2019

¿Con quiénes estamos?

A veces llego a mi casa y está mi hijo concentrado en un rincón de la sala viendo los animales de un libro, intentando destapar un tarro de plastilina o haciéndole dar vueltas a un reloj de juguete. Tiene casi dos años y nació muy lejos de su tierra natal, en un territorio de paso del que tuvimos que salir corriendo porque se estaba convirtiendo en una especie de nuevo Chernobyl. Intentamos irnos por las buenas pero como decía Aldous Huxley "Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente", y entonces nos tocó salir a las malas, con unas pocas cosas en cajas y el compromiso de una amiga conseguida a la carrera de vender el carro y algunos pocos enseres que abandonamos a su suerte para proteger la nuestra.

Lo veo ahí, haciéndole dar vueltas al reloj, y pienso mucho en cosas hondas de las que tengo que emerger rápidamente para ir a comprar la leche, los pañales o para cortarle las uñas, hacerle la sopa o seguirle el juego con una pelota. En lo que más pienso es en cómo va a intepretar su papel, en el grado de confianza, la intensidad o la gracia con la que va a vivir esto tan raro.


lunes, 3 de septiembre de 2018

¿Dónde estamos? Paseo de la La Playa.


“Un día nos amanecimos tomando y el man al otro día por la tarde se levantó todo agripado y esa gripa no se le quitaba y no se le quitaba, pero era una gripa suave, nada del otro mundo, ¿Sí me entendés Rolando? Fue donde el médico y lo que tenía era cáncer, ya estaba invadido y se murió a los veinte días.

Y yo pensaba en esa colección de discos que tenía y en lo bruta que es la hermana, que no sabe nada de música. Pero nada es nada, hermano. Ese man era muy, muy parcero mío. ¿Te acordás como era de flaco? Nos reuníamos a escuchar los discos y a beber y a hablar de música. Pero no a decir que qué chimba de canción, ni que qué tatuajes los del baterista. Es que a la gente se le olvida que la música es un tema serio. Entonces el domingo pasado me acordé de eso, me bañé, me vestí, reuní fuerzas y me fui a hablar con la hermana. Le dije que me diera los discos, que a ella no le gustaba la música. Hermano, y me los dio. Ahí los tengo en la casa pero yo nos los vendo, ¿cómo los voy a vender? Para mí la música es un tema serio, la música es mi vida. La música y otras dos o tres cosas”.

A las diez de la mañana empieza a caminar la gente de un lado a otro de la Avenida La Playa, esa calle de Medellín que con sus palmeras, bustos de gente ilustre, amplios andenes, cantinas  y vendedores,  sigue evocando la calle principal de un pueblo. De uno nostálgico, que escarba entre los coletazos del progreso y la industrialización, una esencia remota de literatura, tangos y ocio.

Porque el paisa viejo era ocioso. Empezó a trabajar porque el mundo adquirió una especie de razón social en la que tomaron fuerza el trabajo como valor indiscutible y la acumulación de capital como abreviatura del honor y la dignidad. Los de antes no eran así. Entrenaban esgrima con machete, se juntaban a tocar guitarra y a trovar, jugaban parqués, lulo y dominó, fumaban con los amigos en largas tardes de conversación, atendían sin mayor esfuerzo la granja familiar y solo trabajaban en el tiempo que la libertad les dejaba libre.

El centro comercial Paseo de la Playa parece el intento de una sociedad por recuperar su ocio. Un intento pequeño, pero un intento. Un paisa viejo entra al local 222, se quita el sombrero y pregunta por algo de Ignacio Corsini. El vendedor le pregunta qué clase de música es y el viejo le responde pasándole una USB con un gesto como de mire papito de lo que se está perdiendo. El vendedor reproduce la memoria y suenan las guitarras de El Adiós  en todo el local. ¿Sí ve cómo suenan esas guitarras? Usted reconoce el tango bueno porque es con guitarra. Esas farolerías del bandoneón, eso no. ¿Sí escucha esa belleza?

En el estante del fondo hay algunas joyas del tango y la ranchera. Pepe Aguirre, Cuco Sánchez, Agustín Magaldi, Juan D´Arienzo, Pedro Infante y Juan Gabriel sobreviven entre el polvo de los escaparates y el abultado vademécum de novedades que conlleva el presente. En la parte de abajo de un disco de Miguel Aceves Mejía, la casa discográfica advierte Usted puede comprar este disco hoy, sin temor a las innovaciones del futuro. El fabricante estuvo a punto de mentir pero el futuro llegó y con él la nostalgia por lo antiguo, por lo gangoso, por lo difícil. Es posible reproducir esa joya negra de acetato gracias al apego de los jóvenes a lo eterno, gracias a la imposibilidad que refirió Fernando González, uno de los paisas viejos, de vivir en lo abstracto.

Donde Rolando, están los discos de Scorpions, Queen, los Rolling Stones, Led Zeppelin y Supertramp. Parado detrás del mostrador, cuida su tienda vestido de negro. Les pasa sillas a los clientes para que busquen más cómodos en los estantes. El relato sobre uno de los parceros que murió de cáncer dejando atrás una abundante colección de discos no parece impresionarlo mucho. Escucha con atención la historia mientras se acerca el mediodía y empiezan a desfilar por los corredores las cocas con almuerzos. La carátula de A kind of magic, de Queen, tiene por dentro un precio que parece razonable. Sesenta mil pesos por un fósil de un mundo que se extinguió frente a nuestros ojos. Un hombre de los nuevos dividiría el precio entre las nueve canciones y diría  vea, seis mil quinientos pesos por canción. Un hombre de los antiguos intuiría que la estética es uno de los mejores estímulos de la fuerza interior y que la fuerza interior es una de las mejores armas contra la obediencia.

Por el pasillo del fondo una caleña vende discos de salsa, botones de Héctor Lavoe, Celia Cruz, Larry Harlow e Ismael Rivera. Suena a todo taco La Sonora Ponceña mientras lee una edición muy vieja de El callejón de los milagros de Naguib Mahfuz. Abajo están los tatuadores y los metaleros que atienden su negocio con rigor y amabilidad. Parecen vender flores, embetunar zapatos u ofrecer el aguacate para el almuerzo. Como si el ocio y el trabajo fueran la serpiente que se muerde la cola, los ociosos, en mayor medida que los industriosos, parecen disciplinados y leales a algún valor indeterminado. Aprenden con convicción sobre el submundo del arte y el vicio. Contemplan la vida como un todo inseparable que se rige por la belleza. Cavilan, viven, observan. Compilan con método y cuando mueren legan sus colecciones a los parceros del alma. Porque el ocio es su vida. El ocio y otras dos o tres cosas. 

lunes, 4 de junio de 2018

¿Con quiénes estamos?

El miércoles de la semana pasada a las siete y cinco de la mañana, un vecino del piso quince se lanzó desde el balcón de su apartamento. Yo me había levantado a hacer el desayuno y no escuché cuando cayó. Mi esposa y mis suegros, que están de visita, escucharon una especie de grito y después el impacto contra el andén. Después, como a las siete y cuarenta y cinco salimos de la casa caminando de afán hacia el trabajo.

Según el testimonio de algunas personas se trataba de un ejecutivo de 34 años que vivía solo y que ya se había vestido para salir a trabajar.  Algo hizo que interrumpiera su rutina y que decidiera saltar al vacío. Seguramente en algún momento pensó "Estoy mal, pero me voy a bañar, me voy a vestir y me voy para el trabajo", pero en cambio hizo un alto y decidió "Mejor me mato".

Puedo haberme cruzado con él en el ascensor, en el parqueadero, saliendo hacia el supermercado, pero no sé ni cómo se llamaba. Debe haber pasado muchos días felices en su infancia. Debe haber corrido tras una cometa, seguramente abrió con entusiasmo infantil un regalo que recibió por sorpresa. Probablemente en algún momento la felicidad estuvo a punto de imponerse sobre todo lo demás pero cedió como un puente, como una pared que se agrieta, que se sigue agrietando y que al final se derrumba.

Por el lugar donde cayó la vida sigue transcurriendo.