Una fracción de los hechos se pierde entre parpadeo y parpadeo





miércoles, 24 de febrero de 2016

¿Con quiénes estamos?

Sergio

Hace como veinte días estaba desayunando en una cafetería al lado de mi casa cuando por el ventanal se asomó un mendigo que señalaba la comida. Me impresionó que ya casi no parecía humano, me entristeció verme enfrentado a un cuerpo sin ánima. O a un ánima con un cuerpo precario, sucio, irrespetado. Ni un animal callejero termina como termina un humano callejero. ¿Qué tenemos? ¿Qué es lo que desarrollamos que nos hace terminar así? No es la droga, no son la suciedad y la intemperie sino algo que, sumado a todo esto, nos deteriora hasta la deshumanización total. ¿La razón? ¿La mente?

Por ejemplo, es poco común pensar que un mendigo tenga nombre. Uno les dice "Bertoni", "Toreto" o "Bimbo", pero le parecería extraño pensar que se llamen Sergio, Juan Sebastián o Andrés Felipe. Y más que extrañeza, lo que nos causa es miedo. Miedo de que tengan un nombre. Miedo de ser uno de esos Andrés Felipes que caen en desgracia, abandonan todo, lo reemplazan por el bazuco y el pegante, la calle, los perros y la fuga total de la realidad. 

No sé qué tan cerca estuve de emprender una fuga así. Cuando estaba más joven lo vi como una posibilidad lejana, muy lejana, algo como un espejismo. Una de esas alternativas que se guardan como el secreto de un crimen que uno quiso cometer fervientemente y que siempre supo que no iba a cometer. 

Cuando salí lo saludé y le pregunté cómo se llamaba. Creo que casi no se acordaba del nombre. Tal vez hacía muchos años que no lo decía. Al final me lo dijo y se fue caminando con una bolsa de papel. Yo miré unos zapatos finos que había comprado el día anterior y pensé en cómo uno termina siendo una sola cosa, de todas las que pudo ser. 

viernes, 5 de febrero de 2016

La cara de mi papá

Hoy me bajé del Transmilenio y mientras caminaba desde la estación hasta el trabajo, recordé que a los 14 años me ponía las camisas de mi papá y que él a veces se ponía las mías los fines de semana. También me echaba su loción Van Cleef & Arpels que venía en un frasco negro y que me daba la sensación de estarme convirtiendo en un hombre sofisticado. Sofisticado, pero no tan sofisticado como para perder esa indiferencia propia de lo que, hasta entonces, consideraba que era ser un hombre. Una indiferencia que es lo que finalmente nos da - o debería darnos- ese tono serio, esa expresión permanente que impide que los demás se acerquen sin que se los permitamos. 

También usaba su espuma y su cuchilla de afeitar. Una Prestobarba azul, sencilla y apropiada para mis fines. En el baño había cuchillas nuevas pero a mí me gustaba usar la suya porque sentía que me estaba convirtiendo en él. En esa especie de logro de la masculinidad al que solo podría llegarse tras años de reflexión y conocimiento de sí mismo. En ese hombre a tal punto sereno, que parecía contener una indiferencia casi total hacia la porción de la vida que está conformada por minucias y detalles; hacia la política, la filosofía y la complejidad del arte.

Esta mañana mientras caminaba de la estación de Transmilenio a mi oficina se me ocurrió que todos los días intento ser como mi papá. Serio, con esa cierta indiferencia, con esa humanidad auténtica y con esa carencia de estilo que es en sí misma un estilo. El problema es que mis debates morales  no tienen la complejidad que seguramente tuvieron los suyos, pero intento algún día llegar a una conclusión que me transforme la cara y que la convierta, definitivamente, en la cara de él.